domingo, 24 de octubre de 2021

LA CASA DEL RÍO

Aunque La casa del río (House by the River, 1950) es un filme menor de Fritz Lang, no por ello deja de ser un sugestivo y magnífico ejemplo que encierra todos los ingredientes de la singular concepción cinematográfica del cineasta de origen austríaco. Dentro de estos minors que ocupan una parte central en su filmografía, y más en concreto en el cine negro en el que se desenvolvió de manera magistral (amén de ser uno de los padres del thriller psicológico), nos encontramos junto a La casa del río, Secreto tras la puerta (1947) y Gardenia Azul (1953), producciones posteriores a obras maestras como La mujer del cuadro (1944) y Perversidad (1945), y años antes de Los sobornados (1953) y Deseos humanos (1954). 

La sinopsis de la película es simple: Stephen Byrne (Louis Hayward), un escritor que se consume en su tedioso fracaso, mata de manera accidental (hecho que tanto se asemeja al Detour de Ulmer) a su atractiva doncella cuando su esposa Marjorie (Jane Wyatt) se encuentra ausente. Stephen le cuenta lo sucedido a su hermano John (Lee Bowman) y le pide que le preste ayuda para deshacerse del cadáver, y de esta guisa comienza La casa del río, basada en una novela de A.P. Herbert y guión de Mel Dinelli, es uno de los filmes de Fritz Lang menos conocidos y más difíciles de encontrar para su visionado, si bien intuyo que ahora con las plataformas de cine este problema habrá quedado subsanado. En EE.UU. la película no tuvo aceptación mientras que en Europa no fue estrenada en gran parte de los países, entre ellos en España, circunstancia que explica su rotundo fracaso comercial.  

La casa en la que se desarrollan los hechos se encuentra a orillas de un río, el lugar en el que los hermanos arrojan el cuerpo de la criada, pero no sólo es un río, es también una metáfora sobre la que la jardinera ya presagia, al comienzo de la cinta, que algo va a ocurrir, y como en La escalera de caracol de Robert Siodmak, y ayudado por la fantástica fotografía de Edward Cronjager (algún día habría que redactar un extenso apunte hablando del papel fundamental de los directores de fotografía de los años 40 y 50), Lang no desaprovecha las posibilidades que ésta le ofrece: picados y contrapicados, escaleras, puertas y largos pasillos, cortinas, sombras... encontrándonos con todos esos elementos del universo Lang como son la culpa, el fatum (el destino está escrito), el concepto onírico y fantasmagórico (como cuando Stephen cree ver el fantasma de la doncella) o la simbología (la casa, el río, el pez dando saltos en el agua, la vela y el espejo)... asistiendo a los sinuosos caminos por los que transita el ser humano, personificados en la malvada mente de Stephen, que jugando con la bondad y debilidad de su hermano John, que presenta una ostensible cojera, origina que caiga sobre éste la culpa del asesinato, pero la moraleja que nos ofrece su director es que también los malvados tiene el final que se merecen (cuando el protagonista pierde la vida al enredarse con las cortinas y caer por las escaleras.), una película que guarda relación con un escabroso asunto personal en la vida de Lang, ya que se da la macabra circunstancia que su primera esposa, Lisa Rosenthal, murió en 1921 en circunstancias misteriosas cuando le alcanzó una bala, hecho que nunca fue esclarecido y sospechas que siempre persiguieron al cineasta.

Fritz Lang, que, como Hitchcock, con el que tanto tiene en común, era tan proclive a mostrar las pulsiones humanas y la retorcida psique, quiso que la doncella fuese una chica negra, si bien el código Hays censuró su fantástica idea y atrevimiento. En aquella época no fue posible, pero mucho me temo que las hordas dictatoriales de lo políticamente correcto tampoco lo hubiesen permitido en nuestro deplorable momento, ni eso ni tantas cosas, ya a las puertas de la prohibición de todo cuanto no se ajuste a su estrechez de miras.

Los actores Louis Hayward y Lee Bowman arrojando el cadáver de la doncella al río.

VALORACIÓN: 7/10

miércoles, 20 de octubre de 2021

MANOLETE

No recuerdo una crítica tan despiadada hacia una película de la que tanto se esperaba, como con Manolete (Manolete/The Passion Within/Blood and Passion/A Matador's Mistress, 2008), dirigida por el neerlandés Menno Meyjes (guionista de El color púrpura o Indiana Jones y la última cruzada) en un intento de poner el foco en la tormentosa relación del legendario torero con Lupe Sino, centrándose a su vez en aquella fatídica tarde en la que se dio cita con la muerte en la plaza de toros de Linares del ya lejano 28 de agosto de 1947 cuando un miura segó la vida del diestro cordobés. Lo grave de tan lacerante escarnio es que por desgracia las críticas no estaban desencaminadas.

La película de Meyjes, que no fue estrenada en España hasta agosto de 2012 (se dice que existe media docena de versiones), está interpretada por Adrien Brody en su papel de Manolete y Penélope Cruz como Lupe Sino, pero ni con un reparto más que potable, pues además contaba con Juan Echanove como Pepe Camará, apoderado de Manolete, y Santiago Segura en el papel de Guillermo González, mozo de espadas, el filme llega a funcionar. ¿Qué ha fallado?, se pregunta uno mientras lee con desinterés los títulos de crédito; pues principalmente un guión fallido y la falta de ritmo e intensidad necesaria para que una película de este estilo rinda como se espera de ella; sin lugar a dudas, y bajo mi punto de vista, los innumerables flashbacks con los que se articula no sólo no ayudaron, sino que supusieron un lastre llegando a fracturar el desarrollo de la historia.

Cualquier taurino y especialista en la vida y obra de un mito como Manolete extraerá al instante errores de bulto, pero es que las hagiografías las carga el diablo, incluso si como Meyjes se hacen desde la admiración cuasi religiosa. Al terminar de ver Manolete he sentido lo mismo que cuando hice lo propio con Eisenstein en Guanajuato, la película de Peter Greenaway que se centró en casi todo cuanto rodeaba al cineasta soviético salvo en lo que debía, con la sensación de que en ambos casos se ha desaprovechado un enorme potencial para haber creado algo especial.

Hay un momento en la fatídica corrida de toros del torero, en una interminable faena en la que no cesa de dar vueltas abrazado al toro, en el que se aprecia claramente el rostro del actor que dobla a Brody, fallo menor si se tienen en cuenta otros aspectos de una película en la que se producen diálogos y situaciones absurdas y ridículas más propias de un telefilme de fin de semana que de una obra seria (lo de papito y mamita es insoportable), como la escena en la que Lupe Sino escribe (en inglés) en el espejo con un pintalabios rojo «follas como un niño», o la horrible interpretación de Nacho Aldeguer dando vida a Luis Miguel Dominguín, y en definitiva un Manolete tristemente distorsionado.

Y a pesar de todo, acaso sea por la mística que irradia el personaje y por su parte mítica, a mí la película no me desagrada por completo, con algunos buenos primeros y primerísimos planos, algún que otro cenital, y ganándome en especial la estética, las localizaciones y decorados, la excelente dirección artística de Salvador Parra unida a la fotografía y el tratamiento de la luz empleado por Robert Yeoman, así como el vestuario y la ambientación y magnífica caracterización de Brody como Manolete (incluida la famosa cicatriz en la mejilla izquierda de una cornada anterior a la mortal), parte técnica que (para mí) salva por los pelos la película, siendo de justicia reconocer este punto para no repudiar por completo este nuevo intento de recrear la vida de Manolete, fallido como lo fue en 1948 Brindis a Manolete, dirigida por Florián Rey y con Pedro Ortega y Paquita Rico como protagonistas, o como lo fue Belmonte, dirigida por Juan Sebastián Bollaín en 1995 sobre Juan Belmonte, mítico diestro sevillano. Parece que las biografías sobre toreros en el cine están malditas; queda la amarga sensación de haber desaprovechado una ocasión de oro; otra más.

Penélope Cruz y Adrien Brody.

VALORACIÓN: 6/10

miércoles, 6 de octubre de 2021

JOHNNY GUITAR

Pudiera sonar a tópico si no fuera verdad, pero Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1954) es una de las películas más fascinantes de cuantas se han rodado jamás y uno de los westerns clave, y no gracias a una historia que, aunque interesante, se mueve dentro de los cauces normales del género, abordando la temática de siempre (manida, como de costumbre) y que aunque dentro del personalísimo universo del género es cierto que en ocasiones escapa del mismo. Basada en una novela de Roy Chanslor y guionizada por Philip Yordan, fue dirigida por Nicholas Ray, y todo ello, junto a un par de aspectos más de los que a continuación hablaremos, hacen de Johnny Guitar un filme bellísimo que deambula por los bordes de lo onírico, que es a la vez extraño y soberbio, pero también fantasmagórico.

La película de Ray es como trasladar Casablanca al lejano oeste, pero a la inversa: un hombre que regresa, un garito, una mujer y un pasado, y hasta un piano, con una música verdaderamente inolvidable. Johnny (Sterling Hayden) llega al saloon de Vienna (Joan Crawford), un café excavado a los pies de una cueva, a las afueras de una ciudad, como decorado de un paisaje desértico de tierra rojiza, ventoso y salvaje. Poco después sabremos que ha sido Vienna la que ha llamado a Johnny, un vaquero (aparentemente) desarmado que llega con una guitarra al cuello. A Vienna le muestran amor y lealtad sus trabajadores, pero también es odiada por otros, en especial por Emma Small (Mercedes McCambridge).

Es esta una historia cargada de dramatismo y pasión, con una dirección magistral de Nicholas Ray, si bien uno de los elementos fundamentales tiene que ver con el procesado de película utilizado, que pocas veces ha sido tan relevante: el Trucolor, así como el director de fotografía, Harry Stradling, que posteriormente trabajaría a las órdenes de Roger Corman en sus adaptaciones de las narraciones de E. A. Poe.

El guión de Philip Yordan nos regala una verdadera colección de diálogos ya míticos, una novela que por cierto Roy Chanslor, su autor, le había dedicado a la propia Joan Crawford, que adquirió los derechos con el fin de llevarla a la pantalla. Crawford nunca tuvo la intención de que el papel de Emma Small recayese en Mercedes McCambridge, pero debido al alto caché de otras estrellas de la época no le quedó más remedio que contratarla, y la relación de ambas durante el rodaje fue complicada, y en algunos momentos tensa, con celos por parte de Crawford porque McCambridge era más joven que ella, y por parte de esta última porque en el pasado Crawford había tenido una relación con su marido, Fletcher Markle.

Johnny Guitar nos deja la retina hermosamente herida, con el intenso colorido de cada fotograma y los vestidos de Vienna: el blanco de encaje mientras toca el piano en un ambiente trastornado, la camisa roja y el pañuelo amarillo anudado al cuello, o la negra y el pañuelo verde; también el vestuario de camisas negras de la comitiva que regresa del funeral con el fin de tomarse la justicia por su mano; el candelabro del saloon más propio de una película de la Hammer, y la sublime música compuesta por Victor Young (El hombre tranquilo, Raíces profundas), leitmotiv que se repite constantemente y en otros momentos sólo se intuye, hasta que Peggy Lee pone la guinda con su voz cantando como pocas veces se ha cantado.

La enérgica imagen de Crawford tras la barra y la forma de coger el revólver son verdaderamente icónicas; en realidad esta película debía haberse titulado como su protagonista: Vienna.      


VALORACIÓN: 8/10