martes, 28 de septiembre de 2021

SCARFACE, EL TERROR DEL HAMPA

Sentarse frente al televisor para visionar Scarface, el terror del hampa (Scarface: The Shame of the Nation, 1932), la película que dirigió un jovencísimo pero ya avezado Howard Hawks, que habría de convertirse en uno de los grandes directores de la historia del cine, es preconcebir la idea visual y semiótica que junto a El enemigo público, dirigida por William A. Wellman, y el Hampa dorada, de Mervyn LeRoy, forman en el plano conceptual el trío de películas fundacionales sobre el que se asienta el cine de gánsteres que tanto influirá en el film noir y el thriller policíaco en los años posteriores. Si en la de Hawks Paul Muni fue la encarnación pura de una nueva generación de mafiosos, en su mejor papel y por el que sería recordado in aeternum, las otras dos estuvieron protagonizadas por dos iconos del cine cuya carrera ya anunciaban que sería fulgurante: James Cagney y Edward G. Robinson. También en el mismo año que Scarface Muni participa, a las órdenes de LeRoy, en otra gran película del género: Soy un fugitivo

La obra de Hawks, escrita en poco más de una semana, estuvo envuelta en polémica desde su gestación, retrasándose su estreno y viéndose obligado a rodar un final alternativo así como a añadir el subtítulo «La vergüenza de una nación»; la inusual advertencia moralizante con la que se abre el filme tiene relación con este asunto, algo similar a lo que también podía verse en los cines de la época antes de proyectarse El enemigo público.

El comienzo de Scarface es una verdadera maravilla: nos encontramos en Chicago, es de noche y la cámara enfoca, con un contrapicado, una farola y la placa de la Calle 22, envuelto todo en una especie de nebulosa e inmersos en una atmósfera que recuerda el paisaje urbano que observaremos en 1937 en Calle sin salida, de William Wyler; tras estar detenida durante unos segundos la cámara gira a la derecha y nos encontramos al lechero, se abre la puerta de un local y sale una persona, que vuelve a entrar, y la cámara lo sigue mediante un travelling hasta situarse frente a tres personas sentadas alrededor de una mesa, al parecer tras una fiesta, continúan bebiendo, dialogan, y el que se encuentra en el centro lanza un eructo, se levantan para despedirse, y cuando el que parece ser el jefe está solo hablando por teléfono, es tiroteado por alguien, del que sólo apreciamos su sombra, y el cadáver queda en el suelo... tres minutos y medio de un hermosísimo plano secuencia inolvidable. 

La película de Hawks es de una ejecución sobria, natural, sin atisbo de actuación forzada ni anquilosamiento, como sí ocurre con otras obras de la época al analizarlas en tiempo presente, como por ejemplo El bosque petrificado, dirigida en 1936 por Archie Mayo, un truco injusto pero al mismo tiempo inexcusable que separa el grano de la paja, ergo: la que es y no es una obra maestra a pesar del paso mortal de los años. El filme, producido por los dos Howard, Hawks y Hughes, supone un impresionante fresco de una época que da fe del inframundo construido por el hampa en los años 30, preciso momento en el que las bandas de gánsteres se hallaban en plena ebullición y trataban de dominar las grandes urbes norteamericanas. 

Como otras películas del género, Scarface nos ofrece una mayor profundidad y lectura de lo que aparenta (no así por ejemplo Hampa dorada, de una simple narrativa lineal y personajes sin relieve), con un Tony Camonte (Paul Muni) que simplemente es un matón más al servicio de un nuevo mafioso al que, como otros adversarios, liquidará hasta convertirse en el rey de los bajos fondos de Chicago, obteniendo pingües beneficios con el contrabando de cerveza en plena Ley Volstead. Si al comienzo de la historia Camonte era casi una caricatura, un bufón, un ser que no pasaba de un chulo ordinario de origen italiano, éste sufre una metamorfosis y se convierte en el hombre más temido y poderoso de la ciudad, pero también en un verdadero psicópata. 

La película es de una modernidad asombrosa, como por ejemplo el punto de vista que tienen de la moda, la importancia de ir bien vestido (aunque el estilo pueda parecernos de lo más hortero), y no sólo lo aprecia el espectador, también ellos mismos hacen referencia a ello, con sus batas de seda a rayas como atuendo fetiche del buen hampón. Scarface es una obra germinal de la que luego se nutrirá, mediante la imitación de planos o situaciones, entre otras, las películas que formarán la trilogía de El padrino: extorsiones, atentados, la visita al hospital, la cena en el restaurante, el teléfono colgando tras un tiroteo, o el asesinato del cuñado, en este caso a la vez íntimo amigo Guino Rinaldo (George Raft). Pero no sólo la trilogía de Coppola, también Érase una vez en América, Uno de los nuestros o Casino.  

La historia en sí misma rezuma una enorme violencia, justa y necesaria, sin atisbo de artificialismo, como esa colección de magníficos y canónicos tiroteos: el que se produce bajo un cartel que reza "undertaker" (enterrador), ¡qué maravillosa metáfora!, el que tiene lugar en la bolera, o el Día de San Valentín, ajuste de cuentas inspirado en Al Capone, en dónde sólo se observan las sombras y cómo van cayendo por los disparos, uno tras otro, y de izquierda a derecha, los cuerpos. (La mejor adaptación de renombrada efeméride se hizo fotogramas en 1967 con La matanza del de San Valentín, dirigida por el especialista en serie B Roger Corman en su único proyecto con un gran estudio, y por qué no, recordar también este acontecimiento en Con faldas y a lo loco, la comedia de B. Wilder.)

Si la violencia resultó ser uno de los puntos controvertidos de la película, otro fue la relación de Camonte con su hermana Cesca, un amor incestuoso que encuentra su clímax dramático al final del filme cuando el hermano sostiene en brazos a su hermana moribunda y tanto recuerda a la escena de la tercera parte de El padrino. Pero Camonte también está enamorado de Poppy (Karen Morley), la novia de Johnny Lovo (Osgood Perkins), su jefe, y no tiene reparos en mostrar sus sentimientos. Ya avanzada la historia nos deleitamos con el diáfano momento en el que Poppy acepta que sea Tony el que le encienda el cigarro en lugar de Johnny, una deliciosa escena de subliminal contenido sexual que deja claro que a Camonte le importa poco su jefe, y a ella mucho menos su pareja. 

Puestos a hacer un sucinto repaso de los finales de algunas de las películas más emblemáticas del género, en Ángeles con caras sucias (M. Curtiz, 1938) se produce un gesto pedagógico, o al menos un intento de no hacer proselitismo del crimen organizado, cuando Rocky Sullivan (Cagney) acepta en el último momento el ruego de su amigo, el sacerdote Jerry Connelly (Pat O'Brien), de mostrar arrepentimiento, aunque sea disfrazado, y es en los segundos finales del filme cuando el personaje al que da vida Cagney grita e implora poco antes de ser ejecutado en la silla eléctrica. Algunos directores quisieron advertir de las consecuencias que acarrea la criminalidad, rodando finales alternativos, como en el caso de Perdición (B. Wilder, 1944), en el que el protagonista, el agente de seguros Walter Neff (Fred MacMurray), es sentenciado a morir en la cámara de gas. En cambio, en la apasionante Al rojo vivo (R. Walsh, 1949), Cody Jarret (J. Cagney) se inmola en una refinería de petróleo al grito de «Lo hice, Ma. Estoy en la cima del mundo», de pie sobre un depósito en llamas poco antes de saltar por los aires. Como se ha dicho anteriormente, a Hawks lo obligaron a filmar otro final de su Scarface, el cual puede disfrutarse en la versión en DVD; en éste, Tony, en lugar de ser acribillado a tiros al intentar escapar de la casa en la que se oculta, es capturado, juzgado con un severo discurso por parte del juez (que no es sino un alegato extensible a todo el crimen organizado de la época), y condenado a morir en la horca. Tras sujetarle las piernas con un cinturón a la altura de los tobillos, un plano subjetivo nos hace contemplar al agente colocándole en la cabeza la capucha para ser ajusticiado.

Sin lugar a dudas nos encontramos con la película más influyente del cine negro, que incluso generó un remake tan grandioso como el de Hawks, dirigido por Brian de Palma y conocido en España como El precio del poder, no así en EE.UU., que mantuvo el título de Scarface, eso sí, a secas. Fue protagonizada por Al Pacino, que tomó el nombre de Tony Montana, un cubano dedicado al narcotráfico al que acompaña como protagonista femenina la bella Michelle Pfeiffer, la Poppy que en el filme de De Palma toma el nombre de Elvira. 

Los expendedoras de moralina trataron de sacar tajada de estas películas para su enésimo ejercicio falsario, subrayando la parte más perversa del American Way of Life a sabiendas de que la degeneración humana es común en cualquier sociedad; y no sólo eso: aprovecharon (y lo siguen haciendo) para formular una enmienda a la totalidad contra el capitalismo con los argumentos más peregrinos. Una parte de la crítica y de los espectadores censuraron que la industria del cine obraba mal dando la sensación de normalizar a las bandas criminales, siendo un mal ejemplo para los más jóvenes que mitificaban con ello al hampón de turno de la misma forma como ha ocurrido con algún famoso narcotraficante en tiempos recientes. Pero no: el cine es sólo arte que retrata lo que ocurre a nuestro alrededor, e incluso en ocasiones se adelanta a lo que habrá de acontecer. 

En la escena final de Scarface, cuando Tony yace muerto en el suelo, la cámara asciende hasta detenerse en un moderno y luminoso anuncio de una compañía aérea que reza: THE WORLD IS YOURS. Eso es: el mundo es tuyo, y es mío; el mundo es de todos, de cada uno de nosotros. 

Tony Camonte (Paul Muni) en el centro.

VALORACIÓN: 8/10